
Corrían los difíciles 90 y el Tribunal no escapaba a la crisis. Se fue depauperando, perdiendo solemnidad, transformándose en una ruina despintada, poblada por funcionarios con pinta de fascinerosos; flacos, sudados, con togas que olían más a disfraz que a institución.
Muchos faltaban al trabajo, el resto llegaba tarde, pocos juicios se completaban. Cada mañana, las secretarias repasaban listas inconclusas una y otra vez; poco a poco aparecían algunos de los citados, pero nunca los suficientes como para completar los actos.
Las cárceles, sin embargo, no fallaban: en camiones-jaula, cada vez más viejos y abollados, arribaban a las nueve en punto con su carga de hombres tristes, vestidos de gris y con una inmensa “P”, de improvisados trazos, en las espaldas. Los presos eran los primeros en llegar y los últimos en irse.
Aquella mañana la jornada prometía ser más formal: se trataba de un proceso en el que todos, denunciante y acusados, venían de la cárcel. Tres presos habían abusado sexualmente de un cuarto, el crimen confeso ahorraría interrogatorios y declaraciones de los autores; delincuentes que, sin sombra de arrepentimiento, compartiendo muñecas y “esposas” con la víctima, transitaban de lado como un tren humano.
La escasez no permitió diferenciar al perjudicado de los abusadores. Con sólo tres grilletes para cuatro, entraron a la Sala convertidos en una cadena humana. El acusador era el último eslabón y el único que miraba al suelo, con miedo, como si la culpa fuera suya.
Pero no se pudo comenzar. El denunciante era sordomudo y el intérprete del tribunal no estaba, no llegaba, no se sabía de él. Tantos días sin sordos lo habían eclipsado, era sólo un nombre más en la nómina.
La Presidenta de la Sala, una de las escasas juezas que quedó tras la estampida de profesionales de las cortes, combinaba su evidente conocimiento con un carácter muy irritable y un rostro hosco. Presumía parentescos con ayudantes de ministros o generales, y tal vez por eso se tomaba atribuciones extraordinarias: paseaba por las salas revisando fallos, aconsejando sentencias, disponiendo destinos. Aquel día hizo gala de su poder: a gritos ordenó que buscaran otro intérprete, que fueran a la Asociación Nacional de Sordos, que lo trajeran como fuera.
Trajeron un ángel, una hermosa muchacha de magníficas piernas, cuyos zapatos descalzados golpeaban contra sus talones mientras avanzaba entre las miradas lascivas de más de uno. Sus manos se movían a velocidades increíbles: las muñecas sueltas, cada dedo por su cuenta, aleteando una y otra vez para preguntar el nombre del denunciante y si conocía a los acusados.
Entonces la víctima comenzó a narrar lo que le habían hecho. El hermoso rostro de la muchacha se contrajo en una mueca de horror: no podía creer lo que le contaba el sordomudo y prefería asegurarse de que había entendido correctamente. Volvió a preguntar, repitió los gestos. El preso malinterpretó la sorpresa de la joven, equivocó su turbada insistencia con un amago de solidaridad. ¡Al fin alguien sin morbo que se compadecía de su desgracia! Se desinhibió, fue más gráfico, volvió a narrar con gestos que imitaban ataduras o inmensas varas que se encajaban en algo blando. Había pasado de un silencio mortal a una sucesión de ruidos roncos, monosílabos y extraños resoplidos.
La manos de la muchacha empezaron a perder velocidad, por momentos se volteaba hacia la jueza, que perdía la compostura y le exigía que reprodujera exactamente la exposición de la víctima. Pero la muchacha no lograba articular palabra. Ni siquiera los gritos y amenazas de la presidenta del Tribunal la sacaron de su aturdimiento. De repente, como la más inocente de las criaturas, comenzó a llorar.
Las lágrimas no cohibieron a la magistrada, violenta y apremiante, ni detuvieron el trabajo de mimo al que se había entregado el denunciante. Ya no le importaban los demás. Los otros tres presos, solos, insistían en marcar su territorio, cada uno consagrado a lo suyo, como si lo que les rodeara no fuera importante. Allí quedaron, como colgados en el aire, o en un escenario: un circo de tres pistas donde se alternaban el asombro, la complicidad y el odio.
Todavía, años después, me acuerdo de aquellos monólogos que fueron estirando la tarde habanera y disolviéndola en una suma de gestos, amenazas y llanto.
PERU
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